Saturday, July 16, 2005

Roland Barthes por Roland Barthes
(Fragmento)

Sólo he conservado las imágenes que me dejan estupefacto, sin yo saber por qué (esta ignorancia es característica de la fascinación, y lo que diré de cada imagen no será nunca sino imaginario).
Cada fotografía cubre un viaje, lo esconde; no hablo del viaje que originó la foto, hablo del recorrido de la mirada, de ese agotar la superficie sin develar jamás lo que se encuentra debajo, sin descubrirlo.
Eso que fascina queda en las sombras, aún más, queda sin que nadie sepa de su existencia. No es posible hablar de eso que ha fascinado, se escurre por detrás de las espaldas, es un derrame de aceite traslúcido. Se ensaya sobre lo que no fascina, sobre lo que está en tranquilidad con el universo; lo obvio es buen tema para un tratado.
Suscita en mí una suerte de sueño obtuso cuyas unidades son dientes, cabellos, una nariz, una flacura, piernas con largos calcetines, que no me pertenecen, pero que tampoco pertenecen a nadie que no sea yo.
Cada objeto parece reclamar la presencia de un dueño, la deriva amenaza con tomarlos y sembrar una medida larga; cualquier mano sirve para la sujeción del acercamiento. O para la mordedura tan parecida a una caricia.
Insistir hasta la repetición; confiando en que se trata de un espejismo. Repetir o copiar hasta el engaño vuelto sobre el sujeto. Imagen de un fantasma que, con gesto minucioso, encuentra las siete diferencias que separan un segundo de otro.
De esto se desprende que la fotografía de la infancia es, a la vez, muy indiscreta (es mi cuerpo en reverso lo que ella me revela) y muy discreta (no es de "mí" de quien habla).
Si la realidad es una imagen, una foto es imagen de imagen... La verdad, entonces, es el arte del pliegue. Sastres y costureras tiemblan ante la inminencia de ser descubiertos; los cuadros de sus salas de estar se aplastan contra la pared, quieren deslizarse bajo la película de pintura. No hay gritos; se intuye la inauguración de un lamento, como serpiente, como renglón flojo, como lombriz de tierra.
Lo indiscreto: un cuerpo chato. Lo discreto: una desviación. Extremos de un desequilibrio, desafío a lo que nunca fue. Lo que se habla tanto es revelación como secreto, manto rígido que, para descubrir de un lado, no sólo debe cubrir del otro sino que debe fundar ese nuevo territorio en sombras.
No hay biografía más que de la vida improductiva. En cuanto produzco, en cuanto escribo, es el Texto mismo el que me desposesiona (afortunadamente) de mi duración narrativa.
Producir es una anormalidad cuya crónica actúa como encubridora. El estado perfecto no motiva a nada, se complace en su propia permanencia, es pura descripción, no concluye sino cuando se deteriora. La línea por la que avanza un lenguaje se desprende del brazo que la porta, todo el tiempo se desprende, incansable, insistente, casi con torpeza; y cae bajo el filo de las ruedas de su origen.
Contamos cada pieza de artillería que cae frente a nosotros. Contamos, también, todo lo que rodea esas piezas, todo lo que no es ellas, lo que se les quitó para que pudieran ser. Un mecanismo de relojería es posible no tanto gracias al tiempo que lo justifica sino a cada movimiento inútil del relojero.
Imaginario primordial de la infancia: la provincia como espectáculo, la historia como olor, la burguesía como discurso.
El teatro: un horario, algún amigo más o menos, pinceles y tachos de pintura, maderas prolijas o ramas arrancadas, frutas de verano, una pelota marrón oscura y engrasada, un conjuro para ahuyentar las nubes de tormenta, zapatillas tan viejas como el invierno anterior, un balde con dos tercios de agua; nada para hacer a excepción de contar el tesoro.
Extranjeros; el barrio se ha llenado de extranjeros. Hablan otro idioma, cumplen dietas de disgusto, pronuncian mi nombre con el eco de un metro y pico, desordenan los olores de la plaza, mezclan las hamacas en la tarde de un domingo preciso; dicen que es tiempo de decisiones, cuadernos y pequeñas dosis de goma de borrar.
Por allí merodeaba una sexualidad de parque público.
Una cosita brillante nos llamaba de entre el pasto. Era más notoria en días sin sol. El club de la cuadra discutía acaloradamente los pasos a seguir. Las gotas de sudor nos lamían la frente y el labio superior. El chisporroteo se acentuaba en el contraluz previo al anochecer; nos callábamos y obedecíamos la voz de nuestros ojos. Alguien mayor dejaba caer su sombra como una barricada.
La foto, de archivo policial, lo prueba. Ese joven de ojos azules, de codo pensativo, será el padre de mi padre. Última estasis de este descenso: mi cuerpo. El linaje terminó por producir un ser para nada.
Tejer bajo la supervisión implacable de la abuela; colores que en los ovillos de lana lucían el mejor de los gustos. El futuro daría usos insospechados a los valores conocidos; algo de timidez demoró el camino. Cada padre ve desvanecerse al anterior; casi como reyes. Caer no es un mérito; sí lo es este hábito, aún nuevo, de sostener la gravedad.
Mirada con la lupa, esta fotografía es un entramado de puntos a color. Textura ronca, de reflejos vagabundos. La abuela no sabe que su recuerdo está sujeto por esas lanas entrecruzadas. Lo que nada es puede romperse siempre que el pasado no cruce la línea; el honor cabe entre dos cristales.
Usted es el único que no podrá nunca verse más que en imagen, usted nunca ve sus propios ojos a no ser que estén embrutecidos por la mirada que posan en el espejo o en el objetivo de la cámara (me interesaría sólo ver mis ojos cuando te miran): aun y sobre todo respecto a su propio cuerpo, usted está condenado al imaginario.
La rectitud moral de la luz enceguece; sin embargo, una densidad diferente puede hacerla cambiar. ¿Dudaría en su primera vez?
Imagen... Lo que se ve. Cálculo puesto al parecer de la mirada. Lo directo, dicen, vale más, es más verdadero, no atraviesa zonas contaminadas. ¿Qué es un reflejo sino un haz de luz que ha cambiado de dirección? La sospecha de duda se daría por buena; titubeo original a expensas de una superficie pulida.

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